El caso Petrobras se ha cobrado su mayor víctima. El expresidente más
popular del país, Luiz Inácio Lula da Silva, fue condenado este miércoles a nueve años de cárcel por
corrupción y blanqueo de dinero. Lula, que en los últimos meses no
ocultaba su ambición por presentarse de nuevo a las elecciones generales de
2018, podrá recurrir la
sentencia, lo que evitará ahora un ingreso en prisión. Una confirmación del
fallo de culpabilidad implicaría también la inhabilitación política.
El juez Sergio Moro, responsable del caso Petrobras en la primera instancia judicial,
ha declarado al expresidente culpable de haber aceptado y reformado una
vivienda de tres plantas en una zona costera de São Paulo por valor de 3,7
millones de reales (1,1 millones de euros), todo ello
pagado por la constructora OAS a cambio de contratos públicos.
Es el peor comienzo que podía
tener la resolución de la lista de causas judiciales a las que se enfrenta Lula
da Silva, que fue presidente de Brasil
entre 2002 y 2010, en dos legislaturas de bonanza
económica y un gran crecimiento que aún hoy mantienen el buen recuerdo que
dejaron. El exmandatario tiene pendiente otras cuatro sentencias en manos del
juez Moro, uno de sus más enconados rivales, y aunque pueda recurrirlas todas a
una instancia superior, también puede correr el riesgo de ser inhabilitado y no
poder presentarse a las elecciones de 2018, como pretendía.
Es el mayor giro en la saga del
regreso del dirigente a la política, algo que tiene a Brasilia en vilo desde
hace más de un año. Su comienzo podría situarse en el pasado 4 de marzo,
cuando, ante los ojos atónitos del país, la policía obligó a Lula
da Silva a ir hasta una comisaría de São Paulo
para prestar declaración por acusaciones de corrupción.
Aquella
denuncia no fue muy lejos en el terreno judicial, pero lanzó la sospecha de que
Lula da Silva, el carismático expresidente que sacó a 30 millones de brasileños
de la pobreza y que juraba dar su espalda a las élites, no estaba tan limpio
como parecía. Diez días después, la entonces presidenta Dilma Rousseff le
ofreció un puesto en su Gobierno, supuestamente para ayudar con la crisis
económica —la peor en 30 años— y la política, que amenazaba con
paralizar el país. Pero también era cierto que el
puesto le concedía el aforamiento y con ello le protegía de futuras acusaciones
en la primera instancia. El Tribunal Supremo
canceló ese nombramiento 24 horas después.
Desde entonces, la pesadilla
judicial de Lula da Silva y sus ambiciones políticas se convirtieron en dos
historias paralelas que, aunque estuviesen condenadas a colisionar algún día,
discurrían de forma independiente. El líder del Partido de los Trabajadores (PT) fue cobrando relevancia en las calles según el orden político
brasileño se desmoronaba, con la destitución de Rousseff y la presidencia
sobrevenida de Michel Temer, alguien aún menos popular que ella. De repente,
Lula era una solución más que atractiva. Las encuestas le situaban a la cabeza
de la intención del voto para las elecciones de 2018.
Pero también se fortalecieron los
problemas jurídicos. La fiscalía brasileña comenzó a presentar demandas contra
él. Moro llegó a aceptar
cinco, tres de ellas dentro del caso Petrobras.
La opinión pública brasileña
comenzó a entender al expresidente en estas dos vertientes. Lula el corrupto,
que en septiembre fue acusado
por la fiscalía de estar al frente del escándalo de sobornos de la petrolera
estatal. Y Lula el candidato, que en febrero conmovió
al país enterrando a su fiel esposa.
El primero tuvo que ir a declarar ante el
juez Moro el pasado mayo. El segundo organizó un mitin
nada más salir de la comisaría para mostrar cuánta fuerza política tiene aún en
la calle. Si alguien más quiere presentarse en 2018, tiene todavía en Lula da
Silva un poderoso enemigo.
Y el dirigente tiene un poderoso
enemigo en ese apartamento de São Paulo tan citado por la fiscalía. La
investigación no le deja en buen lugar. En 2005, su mujer adelantó dinero a la
cooperativa Bancoop para que lo construyera. Luego, Lula se convirtió en
inversor de Bancoop, que en 2008 pasó a manos de OAS, la empresa que, según
Moro, reformó la vivienda, se la regaló y le ha llevado a un paso de la cárcel.
La historia de este caso
continúa.
Fuente: Elpais.es
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